domingo, marzo 15, 2009

Tengo que confesar que soy un pedacito de...



Tartarín se pone su sombrero. Se mira en el espejo. Compone un pequeño pliegue que se forma en su vestido. Se acerca un poco más al espejo, abre la boca y mete el dedo índice de la mano derecha en ella. Acomoda algo en los cachetes -¿corchos, algodón, los tapones de caucho de su dentadura postiza?-. Ya está. Los carrillos están inflados, sólo de este modo puede ocultar las arrugas de las mejillas que lo avejentan, que, tal vez, digan algo real de sí mismo a los demás. Posiblemente su escuálida figura, metida entre vistosos trajes lo haga ver más viejo de lo que realmente es. Hoy luce saco azul, pantalones de color crema, camisa blanca y una vistosa corbata de rayas rojas y blancas.

En la calle, toma el autobús y deja atrás el barrio Belén. Llega al centro de Medellín. Camina luego con paso lento, casi con parsimonia. Del interior de una cantina, justo cuando él pasa por el frente, alguien lo llama:

¡Tártaro! Reconoce la voz, mira y entra. Lo saludan varias personas: ¡Ilustre! ¡Quiubo hombre Tártaro! ¡Doctor, tiempo sin verlo! Contesta las salutaciones; cruza con ellos dos o tres palabras, pero antes de seguir la conversación decide observar desde la puerta del establecimiento qué ocurre y quién pasa.

Desde ahí, fumando un cigarrillo que acaba de encender, ve aproximarse una figura regordeta de caminar lento. A medida que se acerca reconoce aquella figura. Es León Zafir, ese gordo con tetas, con su infaltable bastón de empuñadura de oro, con su sombrero grande y alón, y con un inmenso moño negro sobre la camisa blanca.

El hombre regordete se acerca hasta la puerta de la cantina.

Mira al enjuto vigía, y con su voz medio apagada le pregunta:

-¿Qué me tenés hombre Tartarín?

Este lo mira y sin vacilar responde:

-Odio, hijueputa.

Manuel Rojas
El rostro de los Arlequines



Nuestro querido Tartarín Moreira

Respuesta

1
De cielo atabacado
goteras mantecosas
y paranormales por millares
te veo seguido

Sucia en la calle
apenándote de tus ríos
mordisqueando la pradera
me repiten cansados
los cercanos y lejanos que te sufren

¡Espantas!
¡Mortificas!
¡Sofocas!

¡¡¡Aburres!!!

Por tus extremidades,
hormigas
te socavan

En cualquier caso,
recordémoslo,
se aprovechan...

2
Me haces arrollar corredores en la ciclovia
Caminar como extranjero
buscando descifrar tus tildes

No dejo de sorprenderme con tu
no sé qué
que tienes y enamora

(Sí. Pareces desdichadamente
estéril

Pero

Conviertes basureros
en refugio de ratones
de biblioteca

Estás llena de ladrillos, sí

Pero

Te enciendes
Reverdeces con la tarde)

Me columpio en tí
Y nos veo
por momentos
recogidos
sin recelos
ni zozobras
ni daños

¡Sí!

Hay momentos,
nos veo,
microscópicos
celulares,
ofreciendo
sin saberlo,
entrañables,
deseos reparadores

¡¡¡Sépanlo habitantes!!!

Cuando sonríen limpiamente
Cuando su mirada es nítida
Cuando sus gestos devuelven
Cuando sus centros extienden
y sus maniobras resaltan

Están, sépanlo habitantes,
volviendo al principio:
renacen y descrestan
revolucionan y confortan
esta cuadrícula
esta hoja
tachada
emborronada
coloreada
rasgada
hermoseada


























Todas las noches voy a un café y pido una botella de Pepsi-Cola y la lleno de alcohol del laboratorio. La población de Bogotá vive en los cafés. Hay cualquier cantidad de ellos y todos están llenos. La vestimenta general de la clientela de Café de Bogotá es un trench-coat de gabardina y naturalmente traje y corbata. A un sudamericano le puede estar asomando el culo por los pantalones pero seguirá con la corbata puesta. Bogotá es en esencia un pueblo chico, todo el mundo preocupado por lo que lleva puesto y tratando de aparentar como si ocupara un puesto de responsabilidad.

Una noche estaba instalado en un café de liberales cuando tres matones conservadores vestidos de civil entraron a los gritos de “Vivan los conservadores” con la esperanza de provocar a alguien para poder matarlo. Uno de ellos era un hombre maduro con una cara de vociferante; los otros se quedaron atrás y lo dejaron que gritara. Los otros dos jóvenes secuaces, muchachones de esquina, fronterizos de maleante casi. Hombres estrechos, caras de hurón, piel lisa, tirante, rojiza y dientes cariados. Los dos tenían un poco aire de perro perdido, algo avergonzados de sí mismos, como el tipo de los versitos que decía:
“tengo que confesar que soy un pedacito de mierda”.

Todo el mundo pagó y se marchó dejando que el tipo siguiera gritando “Viva el partido conservador!” en el local vacío.


William Burroughs
Cartas del Yahé


***
Esta edición, jon la dedica a la Juli. A la Juli que se va. Y al Pitt. Al Pitt que se va... se va a casá.

*
Para más historias de ciudad búsquese las Guías literarias de Bogotá, Medellín o las de la suya propia

**
Recuerde: De vez en cuando, es buenísimo ser malo...
Todo depende

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Todos somos una parranda de hps

todo depende

Chemas dijo...

Huummmmm........ ya.